Alfamén, según contaba mi madre, es un pueblecito cercano a Zaragoza donde mi padre ejerció por primera vez la medicina y ganó su primer duro de plata, moneda que mamá conservó y regaló a mi hermano Luis. Este debe ser el mayor mérito de Alfamén pueblo que no figura  en el único  Atlas Geográfico de España que poseo.

Contaba mi padre que el jefe civil, el jefe de la guardia civil, el cura y el médico, eran las personas más representativas del pueblo, lo que no les impedía cazar en terreno vedado durante las noches en que no jugaban al mús, juego de cartas que supongo era tan popular en esos tiempos y parajes como nuestro dominó.

Mi padre se fue muy joven a España y allí revalidó “los estudios que comprende la segunda enseñanza... equivalentes a los del grado de Bachiller en España”. Así reza el Título de Bachiller expedido por el Rectorado de la Universidad de Madrid, registrado al folio 30 del número 936 del libro correspondiente, según suscribe el Licd° José Alarcón y Ortuño. “Don Luis Urdaneta y Villamil” quedó, de esta manera, facultado para iniciar sus estudios de Medicina que culminó a los 28 años con la calificación de Sobresaliente en la Universidad de Zaragoza el día 20 de Junio de 1935. El título otorgado por el Presidente de la República Española y en su nombre por el Ministro de Instrucción Pública y Bellas artes, lo autorizaba para “ejercer, con arreglo a las leyes y reglamentos vigentes, la profesión de Médico cirujano”.

Durante dos años ejerció mi padre la medicina en España. Además de Alfamén, trabajó en el Hospital de las Anas, que así llamaban a las  Hermanas de la Caridad de Santa Ana, donde mi madre también trabajó como enfermera.

Debió guardar Alfamén muy gratos recuerdos para ambos, cuando decidieron llamar con ese nombre la casa de sus sueños: amplia, luminosa, de altos techos con vigas azules, pisos rojos y un pequeño patio andaluz,  porque mi padre amaba todo lo relacionado con el sur de España, entre otras cosas, el gazpacho, la sangría y el flamenco. Además de lo dicho, Alfamén tenía   amplios patios y una espaciosa cocina con una gran ventana.

A mi madre le gustaba cocinar. Nada de comida sofisticada: comida casera sustanciosa, alimento del cuerpo y también alegría del corazón, aunque muchas veces a los chicos no nos gustaran algunos platos. Yo, particularmente, detestaba los sesos rebozados, los riñones al jerez y la sopa de pescado con trocitos de jamón y huevo duro. Pero además de la comida de todos los días, mamá gustaba de ofrecer grandes cenas en oportunidades especiales. Las más recordadas, el 7 de Febrero, día de su cumpleaños y el 6 de enero, día de Reyes. No es que las cenas fuesen para muchas personas (generalmente los grupos no excedían de cincuenta), pero los platos si eran muchos. Mamá era generosa, exorbitante, en lo que a cantidad y calidad de comida se refiere. Croquetas de jamón, escalopas de lomito, arroz con garbanzos, judías blancas con chorizo o fabada asturiana y  tortilla de papas eran platos que nunca faltaban en sus cenas.

Hubo cenas especiales, “uníplatas”,  como aquella en que invitó a degustar una “olleta de gallo” que preparó en un horno eléctrico que ponía a temblar la instalación eléctrica de  Alfamén o la vez que invitó a cenar “Callos” en cazuela de barro, acompañados con pan con ajo y vino tinto.

Cuando Satur y yo llegamos a Alfamén, nos encontramos con una tradición culinaria difícil de superar, en calidad y en cantidad. Mamá era versátil en la cocina, e insuperable en sus especialidades. Yo también aprendí a querer la cocina. Cocinar me parece una tarea creativa, tal vez la única tarea doméstica en que se puede ser creativa; todavía no he encontrado la forma de ser original en la limpieza de baños, el lavado de ropa o el fregado de los pisos, aunque supongo que para algunas amas de casa es posible poner un toque de originalidad en estos menesteres.

Durante los 16 años de convivencia, no siempre fácil, mamá y yo aprendimos la una de la otra. Esto puedo verlo ahora con la distancia que me separa de esos años. Ella preparaba la cena: arroz con acelgas, menestra, chanfaina, minestrona, tortilla de tres colores, arroz con garbanzos… Yo preparaba los almuerzos, nada especial que decir de ellos que no sea su abundancia: éramos ocho al mediodía, algunas veces en turnos diferentes por el horario de los chicos.

Los Urdaneta Vázquez  dieron origen a los Urdaneta Romero y los López Urdaneta. La tradición culinaria de Alfamén se fue enriqueciendo con el contacto con otras personas y circunstancias. Sin embargo, a pesar de los cambios, Alfamén siguió y sigue siendo el escenario de diferentes celebraciones: bautizos, cumpleaños, graduaciones, matrimonios y bodas de plata. Y en todas ellas, junto a las amplias y vetustas paredes y los patios cálidos y acogedores, la cocina sigue siendo manantial de sabrosuras.

La cocina de Alfamén es una mezcla de tradiciones, una amalgama de experiencias culinarias enriquecidas con el contacto de familiares y amigos. Es hija de la cocina de mamá, pero la ha sobrepasado en variedad y cantidad. No es cocina criolla ni tampoco española, aunque tiene de ambas. Tampoco es original: la cocina de Alfamén se ha nutrido de diferentes fuentes y no teme copiar, imitar o repetir lo bueno.

“La Cocina de Alfamén” es una recopilación de los platos de la cocina de mamá, de los Urdaneta Romero y de los López Urdaneta.En lo que a nosotros se refiere, debo señalar que yo he aprendido mucho de mi prima Lucrecia Urdaneta, a quien también le gusta la cocina y de Clarisa, su hermana de crianza. Y en la medida en que la familia ha ido creciendo y enriqueciéndose con los matrimonios de los hijos, también se ha enriquecido la cocina de Alfamén. Evelyn, Liris y Samantha, esposas y María Alejandra, novia, han contribuido a enriquecer el acervo culinario de Alfamén. Y si los churros se pudiesen bordar, Maruja nos hubiera dejado una hermosa receta de churros en punto de cruz. Y es que  Maruja tiene unas manos maravillosas para el bordado, pero nunca le gustó mucho la cocina.

La cocina de Alfamén es dulce, le gustan los postres, los panes y galletas. Es una cocina para todos los días, aunque puede vestirse de fiesta para oportunidades especiales. Es una cocina para todo el año y también para la Navidad. Porque en Alfamén, durante la Navidad, la cocina se viste de luces como el arbolito y de estrellas como el cielo de nuestro nacimiento, y sus fogones despiden los dulces olores de la Navidad: el pan de jamón recién horneado, la torta negra, las galletas y las hallacas.

“La Cocina de Alfamén” no es un libro de cocina, aunque en principio esa fue la intención. Es un libro de recuerdos. Recuerdos de mi padre sirviendo el vino a sus invitados, recuerdos de mi madre bañada de orgullo por las felicitaciones de sus comensales; recuerdos de mi niñez y adolescencia, recuerdos de la niñez de mis hijos, de las reuniones familiares, de las fechas importantes de nuestras vidas. Recuerdos del amor vivido en familia, reunidos alrededor de la mesa, compartiendo la comida, la alegría de estar juntos y el orgullo de ser herederos de una tradición que hemos sabido conservar y transmitir.

“La Cocina de Alfamén” es un libro para los nietos de Rosario y Luis que desde el cielo deben estar bendiciendo nuestras familias.

Olga Urdaneta de López

Maracaibo, Diciembre de 2001